La Grande Incertezza

“Según una leyenda de inspiración gnóstica, en el cielo se libró una lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, se conformaron con mirar, fueron relegados aquí abajo con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba, elección todavía más penosa si cabe, dado que no conservaron ningún recuerdo del combate y aún menos de su actitud equívoca.
De este modo, el comienzo de la historia tendría por causa una vacilación y el hombre sería el resultado de una duda original, de la incapacidad de tomar partido que sufría antes de su destierro. Arrojado sobre la Tierra para aprender a optar, será condenado al acto, a la aventura, cosa para la que sólo estará preparado en la medida en que haya ahogado en él al espectador. Sólo el cielo permitía hasta cierto punto la neutralidad; la historia, por el contrario, surgirá como el castigo de quienes, antes de encarnarse, no encontraban ninguna razón para unirse a un campo antes que a otro. Se entiende así por qué los humanos se muestran tan afanosos por abrazar una causa, por aglutinarse, por reunirse en torno a una verdad. Pero ¿en torno a una verdad de qué especie?” (Cioran, 1979)
Siempre me ha deslumbrado, y lo sigue haciendo, el tono lúcido de Cioran. Su claridad sin artificios, la mirada nítida y enfocada en el trasfondo, el tono sensato y desatado de su reflexión. El concepto de lucidez, por cierto, está asociado a la noción a la que hace alusión directa el libro de donde tomo el anterior extracto: Desgarradura (Écartèlement). Refiriéndose con ello a la sensación de desprendimiento que sobreviene al descubrirnos “ajenos al mundo de lo humano”. Me recuerda esa maravillosa escena con la que inicia la película “La grande belleza”, coescrita y dirigida por Paolo Sorrentino, en la cual Jep Gambardella, el personaje principal, se encuentra frente a la abrupta sensación de desasosiego y ruptura con el mundo. En el medio de la gran celebración por su sexagésima aniversario, de repente y sin advertirlo, el mundo de vuelve más lento y ya no logra reconocerse en aquel lugar, con aquellas personas, con aquella vida que hasta entonces era como era…
“Si algo he descubierto a mis 60 años es que no quiero hacer nada que realmente no quiera hacer” apunta Gambardella en uno de los pasajes de la película. Poderosa declaración que ha resonado en mi durante estos meses. Muchos, durante este período, hemos descubierto que aquello que veníamos haciendo ha dejado o dejó de tener sentido. Mucho de lo que creíamos que éramos descubrimos que se ha transformado o se ha visto forzado a transformarse. Y de repente nos encontramos con esta sensación de vértigo, de vacío, de abismo existencial.
El hombre lúcido, desde la interpretación que hace Savater de Ciorán en su Ensayo sobre Ciorán (1974), sería aquel que ha sufrido el desprendimiento del mundo de las convicciones, de esos otros que ahora observa a la distancia como frenéticos que persiguen una idea, una causa externa a la cual asirse, pero a diferencia del psicótico -loco- que se enajena frente a esta intolerable verdad, éste -el lúcido- se ríe y vive desde su condición de desgarradura sin poder volver alguna vez a ser uno más de la “manada”, al menos no como algún día lo fue.
Esa declaración de Jep, nuestro protagonista, nos abre un camino. A mi modo de ver, señala la ruta que nos lleva a tomar la responsabilidad de nuestra vida desde una perspectiva que me he permitido muchas veces llamar, en los procesos terapeúticos que acompaño, como la perspectiva adulta. Diría Carl Jung que no es sino hasta estos tiempos de la vida, cercanos a nuestro meridiano, que logramos conquistar la verdadera adultez. Esta que implica reconocer lo que somos, los arquetipos que nos habitan e integrarlos sin excluir nada.
Volver a mirarnos a nosotros mismos, ha sido la invitación del cautiverio pandémico. La fórmula antigua del Estoicismo, más vigente que nunca, es quizás un buen derrotero en tiempos de incertidumbre e introspección. Un mirarnos que, no obstante, advierte la tentación de caer en lo que sagazmente Markus Gabriel ha denominado como “neurocentrismo”; esto es, una ideología que naturaliza nuestro vínculo cognoscitivo con el mundo, que pone en duda la existencia de un mundo independiente de nosotros. “el agua es lo que es sin tener en cuenta lo que nosotros pensemos de ella”, y si Markus! pareciera que nos damos cuenta de esta trampa que nos separa del mundo ha sido una falacia. Una falacia, a mi modo de ver, iniciada por el aristotelismo y rematada por una postmodernidad nihilista que, en su profundo rechazo a cualquier forma de ideologización, da al traste con una dimensión espiritual que nos es propia como especie. Una falacia que nos aleja de construir una relación natural con una dimensión espiritual que reconoce nuestro vínculo sistémico con la vida misma.
El confinamiento pandémico, designio maldito o bendición divina de los dioses, eslabón o quiebre civilizatorio, un tiempo de recogimiento que nos ha mostrado de manera cruda y contundente aquello que nos sobra, aquello que nos falta, y quizás, como a nuestro Jep Gambardella, aquello que ya no queremos más, lo que ya no funciona, lo que hay que dejar partir…
Un tiempo que nos hacer llegar una invitación para detenernos y mirar los asuntos del espíritu. Espíritu con el que solemos relacionarnos como con ese maltrecho compañero de habitación al que poco miramos, pues sabemos que siempre está ahí presente, y al que poco invitamos a conversar y a tomar café.
Me resulta un buen camino el de los estoicos quienes apuntan en una antigua dirección, la de volver a mirarnos y cultivarnos. Cultivarnos en y para los asuntos del alma. Volver a las preguntas por “la buena vida” y el buen vivir. Asuntos que merecen espacio de reflexión y nos piden bajar la velocidad y permitirnos experimentar la riqueza del no hacer, de “il dolce far niente”, del cual Jep y los suyos seguramente tienen aún mucho por enseñarnos…
Bogotá, Octubre 7 de 2020